lunes, 20 de mayo de 2013

LA ISLA ENCANTADA


LA ISLA ENCANTADA © Derechos Reservados del texto Archivo:10/2012
Autor: Miguel F. Romero 17/05/2013 Argentina

Isla de Lampedusa, costa de Sicilia, Italia, junio de 1879.
El sendero de grava de colores zigzagueaba entre las piedras grandes en dirección a los olivares milenarios. El terreno, agreste, prácticamente carecía de árboles grandes, con su bendita sombra. Todos eran pastizales bajos, castigados por los vientos y la sequia.
El sendero, trabajosamente abierto por las manos del matrimonio, nacía en la modesta pero segura casa de piedra de techo de troncos cubiertos de barro y paja construida por sus propias manos por Mauricio, hombre trabajador, honesto y voluntarioso, con la ayuda de su esposa, de un solo paño inclinado hacia el norte.
En la isla no había agua. Sólo la de la lluvia y lo que el techo recolectaba. Era imprescindible que fuera de esa forma, lo que hacía posible la vida en ese suelo bravío y seco. Además, llovía en forma irregular. Y siempre tormentas y viento.
En un enorme pozo cavado y revestido en piedra, al costado de la casa, de una canaleta que partía del fuerte techo, se depositaba y se conservaba el vital elemento Detrás de la casa, un corral también de piedra, contenía una buena cantidad de ovejas y bajo una precaria techumbre, dos caballos bien alimentados.
Era temprano, pero negros nubarrones fantasmales y deformes sacudidos por el viento y el fuego del cielo, que oscurecieron el día, se abatían sobre la pequeña y casi solitaria isla, bautizada por las azules aguas del mar Mediterráneo
Bernarda Luisa Lautari, la habitante de la modesta pero segura y limpia casa, había logrado, después de ingentes esfuerzos, construir una pequeña huerta con algunas hortalizas y frutos, que cuidaba con sus manos de ángel, regándolas todos los días con pequeñas porciones de agua.
Lastimándose las manos con las crueles espinas construyó una empalizada de madera y plantas espinudas para protegerlos de los vientos. Bernarda, llevando a cuestas una nueva vida de casi nueve meses a punto de abrir sus ojos a Dios, se ajustó su pañuelo inmaculadamente blanco que sostenía su bello y largo cabello color trigo, casi rubio, sostuvo su voluminoso vientre con las dos manos, y salió de la casa.
El fuerte viento la hizo trastabillar, cruzó sobre sus hombros la fuerte rama de olivo con los dos canastos y se dirigió a los olivares milenarios, que serpenteaban el terreno hasta la cumbre del profundo barranco.
Necesitaba recolectar todo lo que pudiera de sus frutas antes que el fuerte viento las arrancara de las plantas El año había sido bueno, casi toda la abundante cosecha de hermosas frutas su esposo la había vendido en Sicilia
El esfuerzo que hacía era demasiado para su estado de ingravidez, y si la veía su esposo, seguramente se enojaría. Caminaba sin apresurarse, sabía que una caída en medio del escarpado sendero podría acarrearle un daño a su primogénito, a punto de nacer. Con gran esfuerzo llegó a la cresta de la pequeña loma y la vista de la cristalina esmeralda aguamarina del mar Mediterráneo le llenó sus ojos ultramarinos, tan azules, que competían, con su belleza, con el propio mar.
Desde la altura del enorme peñasco, sonrió al divisar el bote de su esposo, el que estaba asegurando del oleaje y la tormenta, al resguardo de una pequeña ensenada.
De pronto, percibió un líquido caliente sanguinolento que se deslizaba entre sus piernas, se asustó y se sintió desfallecer. Se acercó a la orilla del peñasco, sacó su pañuelo que le cubría la cabeza y empezó a hacerle señas desesperadas a su esposo.
Estaba muy asustada.
Por algún extraño presentimiento, Maurizio miró hacia el peñasco y la vio. Sacudía su pañuelo blanco desesperada. Agitó sus brazos para indicarle que la vio y salió corriendo por el sendero de la playa hacia la casa.
Bernarda sintió un dolor punzante en su vientre y se angustió, estaba sola, en la parte más alta de la loma, y sin ayuda posible.
Para darse ánimos, pensó en la vida que llevaba en su vientre, en la hermosa mantilla que había terminado esa mañana, con la lana de sus ovejas que ella misma ovilló. Inmediatamente comenzó a descender hacia la casa con gran esfuerzo, pero el dolor era tan intenso que perdió el conocimiento antes de llegar.
El instinto de madre, aunque primeriza, con un último suspiro, escondió su vientre detrás de un peñasco a salvo del viento fuerte y frio. Solo su larga y rubia cabellera aleteaba como una paloma herida sobre el sendero de grava.
Maurizio estaba seguro que algo malo pasaba, Bernarda nunca se sacaba su pañuelo blanco. Corría con desesperación, mientras las primeras gotas de lluvia golpeaban con fuerza su cara. Llegó a la casa de sus vecinos más próximos, sus amigos pescadores, entró como una tromba, les dio la noticia, muy preocupado, y salieron los tres corriendo en busca de Bernarda
Cuando llegaron, ya llovía profusamente, pero Bernarda no estaba en la casa. Inmediatamente comenzaron a recorrer el sendero, que se había convertido en un torrente de barro y agua.
Encontraron a Bernarda, protegiendo su vientre con sus brazos, aterida de frio y balbuceando el nombre de su esposo. Los dos hombres, con el mayor cuidado posible, trasladaron a la mujer hasta la casa.
Isabela, la esposa de Franco, el pescador, atendía lo mejor que podía a Bernarda, pero era poco lo que podía hacer. Tenía sólo la experiencia natural en estas situaciones. Era una mujer alta delgada y fuerte, con cinco hijos, y a los últimos cuatro los había parido sola.
La tormenta unía mar y cielo, en medio de las nubes y la borrasca, y los rayos, que iluminaban los fuegos del cielo.
El viento había amainado su fuerza, pero la lluvia era torrencial.
Desde la tarde fueron llegando los amigos y durante toda la noche, enterados por los dos hijos mayores de Franco, el pescador, que a caballo recorrían el pequeño territorio buscando ayuda.
Casi a la madrugada llegó el hijo mayor, trayendo en la grupa de su caballo a la única enfermera de la isla, sobreviviente de la guerra con Francia que se refugió en la isla para salvar su vida.
Llegaron en medio de la lluvia, que se había transformado en una tenue llovizna, que parecía el premonitorio llanto de las vírgenes madres, en la muerte de un ángel.
Totalmente agotados, ateridos de frío, caballo y jinete despedían vapor por sus cuerpos y narices, tras el titánico esfuerzo de recorrer el escarpado y agreste territorio.
A la luz de dos faroles y ayudada por Isabela, la enfermera inició el trabajo de parto Pero, ya era demasiado tarde Bajo la mortecina luz que se filtraba por la puerta del cuarto, todas las mujeres presentes, reunidas en la cocina de la casa, con la cabeza cubierta con sus pañuelos negros y juntando sus manos en señal de sumisión al Todopoderoso, oraban de rodillas en un murmullo apenas audible. Mientras los hombres soportando el viento y el frio, apenas protegidos por una pequeña galería, se mantenían incólumes, como estatuas de piedra, fuera de la casa, y algunas lágrimas se detenían en las arrugas pétreas de sus caras.
Todos rogaban a su manera con el alma y el corazón por esos seres que apenas latían, intentando lo imposible, engañar a la “dama de negro”.
La enfermera llamó aparte a Maurizio y le explicó con claridad la situación, y concluyó, “Tú eliges por uno de los dos, la criatura o ella, y hazlo rápido, te lo suplico”.
Maurizio con su rostro envuelto en lágrimas, con la humildad y sinceridad del modesto campesino, se acercó a Bernarda y tomó sus manos entre las suyas con los ojos enrojecidos por el llanto y el espanto. Bernarda lo miró y le sonrió dulcemente, “te amo Maurizio me has hecho muy feliz y me diste lo que más quería en la vida, tener un hijo, sólo yo soy la culpable de lo que me pasa”. Y prosiguió” quiero dejarte lo mejor de mí, lo que tú y yo hicimos con todo el amor del mundo. Por favor te lo pido, no te culpes y no dudes, si tienes que decidir, elige a nuestro hijo “lo miró con sus profundos ojos azules y le acarició el rostro, transfigurado por el padecimiento y bañado en lagrimas, que se detenían en los pliegues de su dolor.
Maurizio, sumido en una profunda angustia que deformaba su rostro, la abrazó repitiéndole “Te amo amor, te amo, te amo……”
La enfermera, al pie de la cama, lo miraba con el horror y el dolor reflejado en su cara, buscando una respuesta, a semejante cuadro de consternación y sufrimiento.
Bernarda se durmió en una paz sobrenatural, su bonito rostro irradiaba una tenue luz, como si un ángel acompañara su sueño, del que nunca despertó. Minutos después, el llanto de un niño llenaba con sus sonidos angelicales los silencios del dolor y la muerte.
Bernarda fue sepultada esa tarde, en la parte más alta de la loma de los olivos, mirando al mar, en el lugar que a ella gustaba sentarse a tejer su mantilla.
Al final de la tarde ya no llovía.
La acongojada columna de almas dolientes, mojadas de tibias lágrimas, descendía hacia la casa, después de rezar por la madre del niño. Mientras marchaban, se despedían de Maurizio, esos hombres y mujeres fuertes y solidarias, acostumbras a la dura soledad de la isla, en el tiempo de la vida y de la muerte.
Isabela se acercó a Maurizio y le entregó a su hijo envuelto en la mantilla que tejió su madre. Blanca, inmaculada, solo se destacaba en el centro una planta de olivo milenario, con sus frutas, tejido en los mismos colores naturales.
Abrazó a su amiga, tratando de expresarle su profundo agradecimiento y cobijó al pequeño en sus fuertes brazos El niño abrió sus ojos color mar y miró a su padre. Eran iguales a los de su madre, parecía como si su amada Bernarda lo estuviera mirando. El hombre sonrió entre sus lágrimas y decidió. ”Te llamarás Bernardo”.
Años después, contaban los pescadores y campesinos de la pequeña Isla, que en el lugar de la tumba de Bernarda, crecieron unos hermosos olivos, que en el mes de junio se colmaban con unas coronas de frutos rojos y blancos.
Maurizio vendió el resto de su cosecha, les dejó su casa y sus tierras a los hijos de Franco e Isabela y se fue a Sicilia a la región de los Abruzzios, donde tenía unos buenos amigos que le compraban sus cosechas y le dieron un buen trabajo en sus campos.
Todos los años de su vida, en el mes de junio, visitó la tumba de su amada en la loma de los olivos.
Años después, contrajo una cruel enfermedad y sintiéndose morir, le pidió a su hijo Bernardo que lo enterrara junto a su madre, deseo que éste cumplió con la ayuda de sus buenos amigos, los hijos de Marcos e Isabela.
Desde ese día, los pescadores que regresaban tarde del mar, evitaban los peligrosos riscos de la costa, guiándose por una extraña y cálida luminosidad que se elevaba, buscando el cielo, desde el barranco de los olivos milenarios.
Y así fue.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario